“«Éste fue el primero de los signos de Jesús, y lo hizo en la ciudad de Caná de Galilea» (Jn 2,11).
Así termina el Evangelio que hemos escuchado, y que nos muestra la primera aparición pública de Jesús: nada más y nada menos que en una fiesta. No podría ser de otra forma, ya que el Evangelio es una constante invitación a la alegría. Desde el inicio el Ángel le dice a María: «Alégrate» (Lc 1,28). Alégrense, le dijo a los pastores; alégrate, le dijo a Isabel, mujer anciana y estéril...; alégrate, le hizo sentir Jesús al ladrón, porque hoy estarás conmigo en el paraíso (cf. Lc 23,43).
El mensaje del Evangelio es fuente de gozo: «Les he dicho estas cosas para que mi alegría esté en ustedes, y esa alegría sea plena» (Jn 15,11). Una alegría que se contagia de generación en generación y de la cual somos herederos”. Porque somos cristianos...”
“Y después dejemos a Jesús que termine el milagro, transformando nuestras comunidades y nuestros corazones en signo vivo de su presencia, que es alegre y festiva porque hemos experimentado que Dios-está-con-nosotros, porque hemos aprendido a hospedarlo en medio de nuestro corazón. Alegría y fiesta contagiosa que nos lleva a no dejar a nadie fuera del anuncio de esta Buena Nueva y a transmitirle todo lo que hay de nuestra cultura originaria, para enriquecerla también con lo nuestro, con nuestras tradiciones, nuestra sabiduría ancestral, para que el que viene encuentre sabiduría, y dé sabiduría. Eso es fiesta. Eso es agua convertida en vino. Eso es el milagro que hace Jesús”.